En octubre pasado se puso en marcha en la Ciudad el servicio de arbitraje de la Defensoría del Pueblo. Parecía una más de las tantas iniciativas que declaman buenas intenciones y muestran pocos resultados. La buena noticia es que ya funciona y, además, acaba de solucionar el primer caso, el de un vecino de Flores que reclamaba a una entidad de jubilados por un descuento en su salario que no le correspondía (ver: Se resolvió a favor de un vecino el primer arbitraje de la Ciudad).
El arbitraje es una herramienta creada para solucionar conflictos entre vecinos y/o empresas que busca evitar el trámite más complejo de los tribunales. Un golpe a la llamada "industria del juicio", alimentada por el escaso apego cívico a la armonía y también por abogados oportunistas. Es una instancia superior a la mediación, ya que es de cumplimiento obligatorio, y, además, aporta a la descongestión de los juzgados, atosigados con pleitos cotidianos por medianeras y ruidos molestos, entre otros, que quitan espacio y tiempo a causas de mayor peso.
La calidad institucional de un país mejora con buenos dirigentes, pero también, y sobre todo, con buenos ciudadanos. El instituto del arbitraje permite eso, una mirada diferente del conflicto. Es ingenuo suponer una vida social despojada de tensiones y desacuerdos. Lo que distingue a las sociedades pluralistas y abiertas, de las otras —autoritarias, y resistentes al cambio— es el modo y el tiempo en que los resuelve. Rápido y con equidad. O a través de un tránsito lento y a veces sospechoso. Claro, es indispensable que este aporte a una mejor convivencia venga en un envase mayor, en un modelo contenedor y abarcativo, llamado política. Sin ella, las naciones no progresan: terminan discutiendo por la medianera y no por la justicia del orden social.
(Fuente: Clarin.com)
18 julio 2007
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